
29 de mayo del 2025
El dolor tiene nombre, rostro y fecha. Se llama Feliciano Aza Quispe, tenía 47 años, era artista gráfico, animalista, un hombre tranquilo, soltero y dedicado a cuidar de su madre. Hoy su nombre se suma a una lista que parece no dejar de crecer: la de quienes han sido víctimas de la violencia desmedida, del abandono institucional, y del olvido.
Todo ocurrió una mañana cualquiera, en una calle abierta del distrito de La Joya. Eran las ocho, con la ciudad ya despierta, cuando Feliciano fue atacado por tres sujetos. Según testimonios, no hubo discusión previa ni provocación. Solo golpes. Fuertes. Repetidos. Brutales. Más de seis impactos en la cabeza. Lo suficiente para condenarlo a una agonía lenta en el Hospital Regional Honorio Delgado, donde una semana después se le diagnosticó muerte cerebral.
La hermana de la víctima, Jocelyn Quispe, ha cargado con el peso de la investigación por su cuenta. Caminó las calles, buscó cámaras de seguridad, habló con comerciantes, pidió ayuda. Mientras ella buscaba pistas, la policía demoró más de 24 horas en aceptar la denuncia. En ese tiempo, los agresores ya estaban lejos. Las cámaras de los locales cercanos, bares, coliseos y tiendas registraron todo. Pero los dueños no colaboraron. Algunos simplemente ignoraron sus ruegos, otros prometieron enviar los videos… y nunca lo hicieron.
“Si hubieran actuado a tiempo, tal vez los culpables estarían detenidos”, dice Jocelyn, con la voz quebrada por el cansancio. “La policía recién ahora está empezando a mover las cámaras. ¿Qué esperaban?”.
Feliciano no era un desconocido para su comunidad. Era un vecino tranquilo, un artista que dibujaba, pintaba, y dedicaba tiempo a rescatar animales. Compartía su casa con su madre, a quien sostenía emocional y económicamente. “No era violento. No tenía problemas con nadie. No era delincuente. ¿Por qué lo mataron así?”, se pregunta su hermana una y otra vez.
La familia ha enfrentado esta tragedia prácticamente sola. En el hospital, el frío, el gasto de comida, pasajes y medicamentos fueron parte del castigo colateral. Jocelyn no solo llora la pérdida de su hermano, también carga con la impotencia de ver cómo la justicia parece mirar hacia otro lado.
El crimen fue público. Fue de día. Fue visto. Y, sin embargo, nadie actuó. Nadie ayudó. Nadie grabó. “Ni siquiera un animal se merece lo que le hicieron a mi hermano”, insiste Jocelyn. “No entiendo por qué tanto odio, si él ni los conocía. Estaba sentado, tranquilo”.
Y mientras el expediente se mantiene en “investigación”, los agresores caminan libres. En algún lugar, tal vez cerca, tal vez lejos. “¿Y si son delincuentes? ¿Y si nos hacen algo a nosotros también?”, pregunta Jocelyn. “Pero yo no tengo miedo. Yo voy a seguir. Solo quiero justicia. Mi hermano no era nadie para ellos, pero para nosotros lo era todo”.
La historia de Feliciano Azaquiste no solo es la de una víctima más. Es el reflejo de una sociedad que se ha acostumbrado al miedo, al silencio, a la impunidad. Es una advertencia: hoy fue él, mañana puede ser cualquiera. Y mientras los culpables sigan libres, el mensaje que queda es uno solo: en La Joya, se puede matar a plena luz del día… y no pasa nada.
Por: Daniel Huayto Ruiz